LA CELESTINA COMO GRIMORIO: magia, erotismo ritual y poder femenino en la obra de Fernando de Rojas
Introducción
Muchos han leído La Celestina creyendo estar ante una tragicomedia de amores imposibles. Otros, con más precisión, la han identificado como una obra maestra de la crítica social, espejo implacable de los vicios humanos. Pero hay una capa más —más antigua, más incómoda, más peligrosa— que raramente se nombra: la Celestina hechicera. No la que susurra fórmulas de amor a cambio de monedas, sino la que invoca demonios con tinta de sangre, negocia con entidades y pronuncia conjuros que abren umbrales. Celestina no es símbolo. No es metáfora. Es magia ritual operativa.
La Celestina, obra atribuida a Fernando de Rojas y publicada por primera vez en 1499, ha sido leída durante siglos como un drama trágico de amor y fatalidad. Pero bajo su arquitectura teatral se oculta una urdimbre ritual, una corriente subterránea de saberes femeninos, transgresores y mágicos que rara vez se exploran desde su entraña simbólica.
La Celestina como figura mágica. Un conjuro disfrazado de teatro
El fragmento que nos ocupa no es literatura disfrazada de liturgia, sino liturgia disfrazada de literatura. Quien lo ha leído sin estremecerse, no ha entendido. Quien lo ha despachado como superstición de época, no ha sabido mirar. Porque lo que Celestina pronuncia ante Plutón —el dios del inframundo, el regente de los condenados— no es un rezo. Es una invocación con todas las de la ley. Y no con humildad, sino con jerarquía.
«Yo, Celestina, tu más conocida cliéntula…»
La elección del término cliéntula no es un accidente ni una licencia poética. Es un giro brutal: no se declara sierva, ni devota, ni adoradora. Se proclama cliente. Como quien paga. Como quien ha cumplido su parte del trato y exige reciprocidad. Esa palabra sola resume el modelo mágico operativo que representa: uno en el que la bruja no suplica, sino que encarga. La escena es clara: si Plutón no cumple, ella amenaza con exponerlo, con herir su morada con luz, con quebrar las cadenas que lo retienen en las sombras. Ningún personaje que no hubiera tocado la noche con los dedos podría hablar así sin temblar. Pero Celestina no tiembla. Celestina manda.
Y no lo hace desde la ficción. Lo hace desde un saber que conocía los materiales, los pasos, los nombres. El conjuro que articula en ese pasaje incluye elementos que pueden rastrearse en tratados históricos de magia operativa: tinta de sangre de ave nocturna, asociada al saber vedado y la visión más allá del velo; aceite de víboras, catalizador alquímico por excelencia, usado en ritos de transmutación y encantamiento; hilado ungido, símbolo clásico de atadura amorosa y manipulación de vínculos; y símbolos inscritos en papel, equivalentes a contratos espirituales. Nada está ahí por capricho. Todo responde a un esquema funcional. Celestina no juega: opera.
Erotismo y manipulación
Lo que busca, al fin, no es amor. Es posesión. Desea abrir a Melibea al fuego de Calisto, no por ternura, sino por voluntad impuesta. El cuerpo debe rendirse. La voluntad debe ceder. El ritual no es romántico. Es mágico y carnal. Se trata del uso consciente del deseo como vector energético, del verbo como canal de programación, del cuerpo como territorio a conquistar simbólicamente.
La magia de Celestina es erótica no por insinuación, sino por eficacia. Conjura lo que excita, excita lo que domina, y domina lo que transforma. A diferencia del imaginario dulcificado de la magia femenina —velitas blancas, susurros de luna y pétalos en cuenco—, la suya es antigua, encarnada, peligrosa. Y real.
Su amenaza final a Plutón —“heriré con luz tus cárceles tristes y oscuras”— no es floritura. Es advertencia. No hay aquí jerarquía invertida: hay paridad. La bruja sabe lo que el demonio sabe. Y sabe más. Por eso no lo adula, lo arrincona con sus propios títulos: señor de los condenados ángeles, capitán de los tormentos, gobernador de las Furias. Lo llama por todas sus máscaras, obligándolo a acudir. Quiere que responda. Pero también quiere que tema.
¿Y por qué nos incomoda tanto Celestina? Porque no finge ignorancia. Porque no se disfraza de víctima. Porque no se suaviza. Y sobre todo, porque no pide disculpas por saber. Nos han domesticado con la consigna de la humildad luminosa. Nos enseñaron a pedir permiso para encender una vela, a suplicar con la boca cerrada que el universo escuche, a hablar de deseo como si fuera una mancha en la conciencia. Pero hay otro linaje. Uno antiguo. Uno que no suplica: encarga.
Ese linaje conoce la oscuridad no como amenaza, sino como fuente. No necesita legitimidad social porque posee eficacia simbólica. No se justifica porque no se ha traicionado. Ese linaje, cuando invoca, no lo hace “si puede ser”, sino porque tiene derecho. Celestina es de ese linaje.
Y por eso no es simplemente un personaje. Es una advertencia. Y también una posibilidad. Representa la figura de la mediadora encarnada, la que no canaliza lo que no entiende, la que no disimula saber lo que sabe. Y si no le cumplen, conjura de nuevo. No porque se crea poderosa, sino porque lo es.
Conclusión
Y sin embargo, seguimos leyéndola con ojos prestados. Olvidamos que algunas mujeres no hablaban desde el deseo romántico, sino desde el filo de lo prohibido. Que Celestina no es solo una intermediaria de amantes, sino una maestra del umbral, una guardiana de saberes sucios y necesarios. Su figura no pide redención ni respeto: exige que nos atrevamos a mirar desde su sombra. Porque allí donde la historia le negó un templo, la memoria esotérica aún puede devolvérselo.
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